Pocas medidas económicas generan tanto consenso entre los sectores productivos y, a la vez, tanta resistencia entre los alcaldes como la eliminación del impuesto al inventario en Puerto Rico. Este tributo, creado hace décadas como una fuente de ingreso para los municipios, se ha convertido en un obstáculo estructural para la competitividad del país y un riesgo constante para la estabilidad del sistema de abastos. Su revisión —y eventual eliminación— no solo es necesaria, sino inevitable si aspiramos a una economía más moderna, eficiente y resistente ante crisis futuras.
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Los argumentos a favor de eliminarlo son claros y contundentes. En primer lugar, el impuesto penaliza la producción y el almacenamiento, desincentivando que las empresas mantengan inventarios adecuados en la isla. En tiempos normales, esto encarece las operaciones y afecta la disponibilidad de productos. En tiempos de emergencia —huracanes, terremotos o interrupciones globales de suministros—, se convierte en un peligro real, pues muchas compañías reducen al mínimo sus existencias para evitar pagar un impuesto que se calcula precisamente sobre lo que almacenan. Puerto Rico, siendo una isla altamente dependiente de importaciones, no puede darse el lujo de tener estanterías vacías por razones fiscales.
En segundo lugar, este impuesto distorsiona la competitividad. Empresas con operaciones en jurisdicciones estadounidenses o caribeñas sin este tributo tienen una ventaja clara sobre las que operan desde Puerto Rico. Esto empuja a muchos comerciantes a mantener sus inventarios fuera de la isla, afectando la economía local y reduciendo las oportunidades de empleo.
Finalmente, su eliminación enviaría una señal de seriedad económica: de que Puerto Rico está dispuesto a desmontar cargas arcaicas que impiden el crecimiento y que busca sustituir ingresos municipales mediante estructuras más justas, basadas en eficiencia, productividad y desarrollo.
Los argumentos en contra, sin embargo, se centran en la realidad fiscal de los municipios. Para muchos, el impuesto al inventario representa una de las principales fuentes de ingresos. Su eliminación sin un plan de sustitución podría significar una crisis inmediata en las finanzas municipales, afectando servicios esenciales y aumentando la dependencia del Fondo de Equiparación o de transferencias del gobierno central. Los alcaldes advierten, con razón, que sin una alternativa viable, la eliminación del impuesto podría provocar el colapso de municipios ya fiscalmente frágiles.
Pero es precisamente ese argumento el que pone en evidencia la raíz del problema: la estructura municipal actual es insostenible. Puerto Rico tiene 78 municipios, muchos de ellos con menos de 20 mil habitantes, estructuras administrativas redundantes y presupuestos atados a ingresos temporeros o regresivos. Depender del impuesto al inventario es síntoma de una enfermedad más profunda: la incapacidad de reinventar el modelo municipal y de reconocer que el país no puede seguir subsidiando una multiplicidad de gobiernos locales ineficientes.
Por tanto, la eliminación del impuesto al inventario debe ser el detonante para una revisión seria del sistema municipal. Esto implica evaluar cuáles municipios pueden sostenerse, cuáles deben consolidarse y cómo puede rediseñarse el esquema de prestación de servicios para lograr economías de escala. Consolidar municipios no significa borrar identidades, sino unir recursos, profesionalizar servicios y reducir duplicidades administrativas que hoy asfixian al contribuyente.
La discusión sobre el impuesto al inventario no debe reducirse a un debate entre “alcaldes versus empresarios”. Es un punto de inflexión que obliga a mirar de frente el costo real de mantener un andamiaje gubernamental fragmentado e ineficiente.
En síntesis, el análisis ponderado favorece la eliminación del impuesto al inventario. Pero su derogación no debe hacerse en el vacío: debe formar parte de un plan de transformación fiscal y administrativa que integre la reestructuración de los municipios, la revisión de su base contributiva y la creación de un sistema más justo, competitivo y sostenible.
Puerto Rico no puede seguir castigando a quienes producen ni premiando estructuras ineficientes. El verdadero reto es construir un país donde la eficiencia pública y la prosperidad privada puedan coexistir —y ese camino comienza desmontando los impuestos que frenan el progreso.