Nunca es un buen momento para tener cáncer. Nunca. Siempre hay algo por lo que vivir: lograr metas profesionales y/o económicas, tener hijos, crecer junto a ellos, viajar, mimar a los nietos, cuidar a los padres, contemplar el atardecer, enamorarse, empezar una nueva profesión...
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Pero ¿qué pasa cuando ese diagnóstico llega en la llamada flor de la vida? Para empezar, ¿qué significa esa expresión? Una persona de 50, 60 o 70 años puede sentir, genuinamente, que está en la plenitud de su juventud y eso también es perfectamente válido.
La psicología del desarrollo ofrece un marco de referencia que nos ayuda a situar este momento vital. Ya para mediados del siglo pasado, el psicólogo Erik Erikson (1950) propuso su Teoría del desarrollo psicosocial que, con todo y sus años, sigue muy vigente. Según Erikson, la adultez temprana se da, aproximadamente, de los 20 a los 40 años y está marcada por el deseo de construir vínculos significativos y compartir proyectos importantes con otros. A partir de los 40, comienza la adultez media, cuando muchos desean sentir que su paso por el mundo aporta algo: criar hijos, cuidar a otros, dejar un legado o dar lo mejor de sí en el trabajo o en la comunidad. Desde esta mirada, recibir un diagnóstico oncológico entre los 35 y 40 años coloca a la persona en una zona de transición: por un lado, trastoca el anhelo de consolidar relaciones, familia o proyectos propios de la adultez temprana, y por el otro, desafía la entrada a esa etapa en que se quiere aportar y plantar una semilla en la historia de otros.
Más recientemente, otros psicólogos han ampliado estas ideas. Arnett (2000) explicó que los jóvenes suelen vivir un periodo intermedio antes de asentarse, un tiempo de búsqueda y exploración en el que la identidad todavía se está definiendo. Por su parte, Baltes (1987) señaló que, en cada etapa, hay ganancias y pérdidas ocurriendo al mismo tiempo y que lo determinante es cómo el individuo se adapta y reordena sus prioridades.
Estos planteamientos más recientes nos permiten entender que una enfermedad como el cáncer, en este tramo de la vida, puede frenar la exploración de caminos y la toma de decisiones sobre estudios, trabajo o relaciones. Sin embargo, lo que al principio se vive como pérdida puede transformarse en la posibilidad de replantear lo que realmente importa, fortalecer lazos y encontrar maneras diferentes de trascender.
Al margen de la teoría que nos ayuda a entender el ciclo vital, la vida nos recuerda que detrás de cada idea hay historias reales: mujeres que, en la flor de la vida, deben enfrentar la noticia de una enfermedad que cambia su destino y su manera de mirar hacia el futuro.
No hay forma de medir el impacto del cáncer: para quienes ya son madres, junto al miedo propio aparece el temor de no estar presentes para sus hijos, de no poder acompañarlos como quisieran. Pero incluso ahí, en medio de esa tormenta emocional, puede surgir un impulso que se multiplica: el de luchar por ellos, por el futuro compartido, por la esperanza de seguir estando y dejando marcas imborrables en la memoria y el corazón de quienes más se ama.
Por otro lado, están aquellas que decidieron posponer la maternidad para ir tras otras metas personales o profesionales. Cuando, en medio de esos planes, aparece un diagnóstico de cáncer de seno, la existencia parece detenerse de golpe. Entonces, puede aparecer la culpa por haberla postergado. A ellas, les recuerdo que no hay culpas válidas cuando se ha vivido siguiendo el propio camino, y que cada decisión tomada hasta aquí también es parte de su fortaleza. El cáncer no compite con los anhelos de ser madre, de crecer profesionalmente o de reinventarse; los coloca en pausa, los transforma y abre la posibilidad de mirarlos desde otra perspectiva, más consciente y más propia.
Para unas y para otras, esta experiencia abre un espacio inesperado para mirar hacia adentro, redefinir lo que de verdad importa y descubrir una fuerza que tal vez estaba dormida, esperando el instante preciso para hacerse presente. No es un camino elegido, pero sí una ocasión para escribir una nueva forma de vivir, de amar y de seguir dejando lo más valioso de sí.
No quiero despedirme sin decirte que el cáncer en la “flor de la vida” no desvanece los sueños: los transforma. Obliga a detenerse, sí, pero también invita a mirar distinto, a volver a lo esencial, a reordenar prioridades y a seguir dejando huellas profundas. ¡Un abrazo!