No cabe duda de que las representaciones de Bad Bunny en el Super Bowl y en Saturday Night Live emergen como un símbolo de resistencia y reivindicación dentro del imaginario nacional puertorriqueño.
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Si lo vemos desde la perspectiva teórica abierta por Fanon, es el colonizado que irrumpe en la fiesta del colonizador hablando en su propio idioma –un gesto de afirmación cultural que desafía jerarquías históricas.
En este sentido, funciona como signo de los tiempos en cuanto al ocaso de un discurso monocultural y el ascenso de unas identidades plurales e híbridas.
Pero también aparece como síntoma de una tensión latente como es la enérgica reacción de rechazo desde corrientes identitarias reaccionarias defensores de una identidad homogénea y excluyente, que revela que persisten heridas coloniales y prejuicios raciales sin sanar en el inconsciente colectivo puertorriqueño y estadounidense.
Por otro lado, el caso Bad Bunny puede también leerse como un espectáculo ideológicamente cargado en el que confluyen fantasía y realidad social. Su performance es un símbolo ideológico aprovechado por la industria para proyectar inclusión (la NFL capitaliza la diversidad como valor de mercado), pero a la vez desata un síntoma social al poner en evidencia las contradicciones y ansiedades de la sociedad estadounidense contemporánea frente a su propio pluralismo.
En el imaginario mediático, Bad Bunny puede ser visto simultáneamente como un signo de celebración multicultural y como un símbolo disruptivo que algunos perciben amenazante. Esta dualidad en sí misma es reveladora del momento histórico.
Bad Bunny en el half-time del Super Bowl LX (2026) opera como signo, síntoma y símbolo a la vez. Signo, porque señala a los estadounidenses y a los latinos en EE. UU. el rumbo de una cultura popular más diversa donde un artista latino alcanza la cumbre del espectáculo masivo, reflejando cambios demográficos (más audiencia latina y femenina que nunca) y aspiraciones inclusivas que comienzan a pensar en una era post-Trump.
Síntoma, porque su caso trae a la superficie las tensiones subyacentes, desde la persistencia del racismo, la xenofobia y la homofobia hasta el debate sobre qué es “ser puertorriqueño”, qué es “ser latino” o qué es “ser estadounidense” en el siglo XXI, actuando su figura como catalizador de debates que van más allá de la música. Y símbolo, porque encarna en el imaginario varias cosas a la vez.
Para muchos es símbolo de orgullo nacional puertorriqueño y de progreso económico-social; para la comunidad latina estadounidense representa una americanidad reimaginada, más amplia, bilingüe, mezclada; y, para la comunidad latina-puertorriqueña en Estados Unidos, su actuación afirma una identidad no subordinada a la traducción, donde el español deja de ser marca de marginalidad y se vuelve lengua de autoridad simbólica, capaz de hablarle al Imperio en sus propios términos. Para otros, para las derechas y filo-religiosos, lamentablemente, simboliza aquello que temen de un país y un mundo cambiante.
En conclusión, al evaluar su significado cultural debemos reconocer esta complejidad. No es ni un gesto trivial de mercadotecnia ni una revolución en sí mismo, sino un fenómeno con múltiples capas de sentido. En últimas, el valor de este acontecimiento dependerá de las conversaciones y cambios que inspire.
Si el espectáculo de Bad Bunny logra no sólo entretener, sino hacer pensar sobre representación, sobre identidad, sobre justicia social, entonces habrá cumplido una función cultural digna de análisis. Habremos presenciado algo más que el brillo del espectáculo, habremos atisbado, a través de ese performance, un retrato de sociedades enfrentando sus propios espejos.