Opinión

Justicia, dignidad y consecuencia

Lee aquí la columna del abogado estadista

Alejandro Figueroa + Columnista

La historia reciente de Puerto Rico ha estado marcada por un desfile de funcionarios públicos procesados por corrupción, pero pocos casos resumen con tanta claridad el daño institucional y moral que puede causar el poder mal ejercido como el de la exgobernadora Wanda Vázquez Garced. Según el Memorando de Sentencia presentado por la fiscalía federal, la entonces gobernadora aceptó contribuciones ilegales de un banquero extranjero con el propósito de obtener favores políticos, incluyendo la designación del jefe de la Oficina del Comisionado de Instituciones Financieras (OCIF). Esa admisión —por sí sola— constituye una afrenta directa al principio más básico de la democracia: que el voto y el poder político no deben estar en venta.

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No se trata de un error técnico o de una imprudencia menor. Fue una decisión consciente, planificada y sostenida por una red de asesores que, bajo su liderazgo, permitió el acceso de intereses extranjeros al proceso electoral de Puerto Rico. En su propio documento, la fiscalía lo resume sin ambigüedad: Vázquez Garced “corrompió el proceso electoral para gobernador de 2020 al aceptar contribuciones extranjeras” y, al hacerlo, “subvirtió la fe del pueblo de Puerto Rico en la transparencia de su sistema electoral”.

Sin embargo, lo más alarmante ocurrió después. A pesar de haber firmado un acuerdo de culpabilidad —como hicieron todos sus coacusados—, los abogados de la exgobernadora optaron por una estrategia tan temeraria como contradictoria: presentar un memorando en el que, en esencia, intentaron convencer al tribunal de que su clienta no había cometido delito alguno. Ese intento de reescribir la realidad jurídica y moral de su conducta no solo desafía la lógica del propio acuerdo, sino que denota una peligrosa falta de arrepentimiento.

Y por si quedaba duda, la confirmación llegó de su propia boca. Tras comparecer ante el tribunal federal para formalizar su admisión de culpabilidad, Vázquez Garced salió del tribunal y ofreció declaraciones a la prensa que contradecían lo que acababa de admitir bajo juramento. En vez de expresar genuino arrepentimiento, intentó deslindar su responsabilidad, culpando a asesores y minimizando su conducta como si fuera víctima de su propio equipo político. Según el memorando de la fiscalía, esa actitud pública evidencia que “la acusada no reconoce la gravedad de su conducta” y refuerza la necesidad de una sentencia ejemplar.

En ese contexto, una sentencia de cárcel no es un acto de venganza; es un acto de justicia y de pedagogía democrática. La fiscalía federal recomienda 12 meses de prisión, y con razón. No se puede enviar el mensaje de que una figura pública, y menos una exgobernadora, puede violar la ley electoral federal, aceptar dinero extranjero y luego refugiarse en tecnicismos o discursos mediáticos para minimizar el daño.

Los delitos electorales, aunque no sean violentos, son de los más corrosivos para una democracia. Detrás de cada esquema de financiamiento ilegal hay un intento de manipular la voluntad del pueblo y de contaminar el proceso con intereses ajenos al bienestar colectivo. Cuando esa manipulación proviene del más alto cargo del Ejecutivo, el impacto se multiplica: mina la confianza ciudadana, debilita las instituciones y desalienta a los funcionarios honestos.

Por eso, el argumento de que “ya ha sufrido bastante” o que “no representa peligro” no debe tener peso alguno. El castigo aquí no busca proteger a la sociedad de una amenaza física, sino reafirmar que la justicia no distingue rango ni pasado político. La ley no puede ser selectiva con los poderosos.

De igual forma, es hora de reevaluar los privilegios que el Estado otorga automáticamente a sus exgobernadores. Entre ellos, el más simbólicamente ofensivo, en este caso, es la escolta armada sufragada con fondos públicos. Una persona convicta por violar la ley federal en el ejercicio del poder no debe conservar el privilegio de una protección pagada por el mismo pueblo que traicionó. Mantenerle ese beneficio sería perpetuar la impunidad institucionalizada que tanto daño ha hecho a la confianza pública.

El caso de Wanda Vázquez no es solo una lección jurídica, es un espejo político. La exgobernadora, que llegó al poder prometiendo “orden y transparencia”, terminó convertida en ejemplo de lo que ocurre cuando el poder se ejerce sin ética y la ambición electoral sobrepasa el respeto por la ley.

Por el bien de la justicia, de la democracia y de la credibilidad de nuestras instituciones, Wanda Vázquez Garced debe cumplir una pena de cárcel. Solo así se podrá enviar el mensaje inequívoco de que, en Puerto Rico, por fin, la justicia aplica igual para todos.

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