Opinión

Entre el debate provocador y la retórica peligrosa: una mirada crítica al legado de Charlie Kirk

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Alejandro Figueroa + Columnista

En una nación cuya Constitución proclama con claridad que “todos los hombres son creados iguales” y cuya historia ha sido moldeada por luchas constantes hacia la igualdad, la libertad y la justicia, resulta alarmante —y profundamente contradictorio— observar cómo figuras como Charlie Kirk logran construir plataformas masivas a base de provocación ideológica, pero también de retórica divisiva, racista y misógina.

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Reconozcamos primero un punto importante: Kirk supo identificar tensiones reales en el debate público contemporáneo. Su capacidad para articular críticas al progresismo moderno, la burocracia universitaria, la corrección política excesiva y la crisis de valores en ciertas estructuras sociales no debe ser descartada automáticamente. En una democracia saludable, la confrontación de ideas —incluso las incómodas— es no solo legítima, sino necesaria.

Su organización, Turning Point USA, ha movilizado miles de jóvenes hacia la participación política, ha generado discusión sobre el tamaño del gobierno y ha denunciado lo que él identificó como el “adoctrinamiento progresista” en las universidades. En estos temas, aunque uno pueda estar o no de acuerdo, el debate abierto es válido y necesario.

Pero no todo vale en la plaza pública: racismo, misoginia y antiinmigración. El problema surge cuando esa crítica legítima se convierte en un vehículo para la exclusión, el desprecio y la discriminación. Kirk no es solo un polemista conservador: es también una figura que ha promovido teorías conspirativas sobre inmigración, ha minimizado los efectos históricos del racismo estructural y ha adoptado posturas abiertamente hostiles hacia mujeres, inmigrantes y personas LGBTQ+ en múltiples espacios públicos.

Elevar este tipo de discurso en nombre de “la libertad de expresión” es desconocer el peso moral de las palabras cuando provienen de plataformas con millones de seguidores. Y más aún, es una traición flagrante a la herencia cristiana que Kirk aseguraba defender.

¿Cómo reconciliar la exaltación de valores evangélicos con la promoción de un lenguaje que degrada la dignidad humana? ¿Cómo declarar amor por el prójimo mientras se caricaturiza al inmigrante, se desestima la historia del esclavismo o se reduce a las mujeres a clichés de roles tradicionales? ¿No resulta esto en un contrasentido cristiano y constitucional?

En su narrativa, Kirk se presentaba como un paladín de los valores judeocristianos, defensor de la Constitución y la libertad individual. Pero su interpretación de esos principios cae en profundas contradicciones. La Constitución de los Estados Unidos fue una promesa de igualdad y dignidad, aunque imperfecta desde su inicio. Esa promesa fue ampliada con sangre y lucha por generaciones que comprendieron que “todos los hombres” no significaba solo los hombres blancos, ricos o nacidos en Estados Unidos.

Del mismo modo, los principios cristianos de compasión, hospitalidad y humildad difícilmente pueden ser compatibles con un discurso que constantemente señala al diferente como enemigo, al pobre como sospechoso, o al inmigrante como amenaza.

Enaltecer a alguien con una visión tan reduccionista de la nación —una visión que normaliza el racismo, promueve la división y redefine el cristianismo a conveniencia ideológica— es desvirtuar el legado moral tanto de la fe como del constitucionalismo norteamericano.

Para quienes vivimos en Puerto Rico, la exaltación de figuras como Kirk refleja también una contradicción más profunda. ¿Dónde quedamos los puertorriqueños en la visión de país que él defiende? ¿No somos también parte del experimento americano? ¿No merecemos respeto, dignidad y representación sin ser etiquetados o instrumentalizados políticamente?

La retórica de exclusión que promovía Kirk —aunque dirigida, en muchas ocasiones, al interior del continente— repercute sobre todos los que, por raza, idioma, cultura o historia, hemos sido siempre vistos como “otros” por ciertos sectores del conservadurismo radical.

Se puede y se debe dialogar con ideas conservadoras. Se puede criticar el estado moderno, el relativismo cultural o la burocracia gubernamental. Pero no debemos confundir la defensa de una ideología con la justificación del odio. Y menos aún, permitir que, en nombre de la Constitución o de la fe cristiana, se promuevan divisiones que socavan la misma idea de nación que decimos proteger.

Charlie Kirk, como tantos otros, no fue solo un producto de las redes sociales o del espectáculo político. Fue también un síntoma de una democracia herida, donde el discurso se ha vaciado de empatía y se ha llenado de cinismo. Ojalá la nación que lo escuchaba —y que de manera póstuma lo aplaude y lo cataloga como héroe— se atreva también a debatir su proceder con altura, pero sin renunciar jamás a los principios de humanidad, respeto y verdad.

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