La confidencialidad es el corazón de la Ley 54 de 1989, nuestro estatuto para la prevención e intervención con la violencia doméstica. Sin ella, la posibilidad de denunciar, investigar y procesar casos se reduce a cenizas. El Artículo 4.2 es claro: toda comunicación entre la víctima y la Oficina de la Procuradora de las Mujeres es privilegiada y protegida. Ese mandato no es accesorio, sino la piedra angular que permite que las víctimas hablen con franqueza y que el Estado investigue sin que sus pasos se conviertan en armas mediáticas.
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La importancia de la confidencialidad no es exclusiva de Puerto Rico. La ley federal conocida como Violence Against Women Act (VAWA) también impone a los estados y jurisdicciones que reciben fondos federales la obligación de mantener confidenciales la identidad y la información de contacto de víctimas de violencia doméstica y agresión sexual, salvo consentimiento informado o mandato judicial. En otras palabras: el Congreso entendió que no puede haber protección real sin reserva absoluta en la información que manejan las agencias.
Puerto Rico reforzó esta visión a través de la Carta de Derechos de las Víctimas y Testigos de Delito (Ley 22-1988). Allí se establece que la dirección y los números telefónicos de las víctimas se mantendrán confidenciales, y que las comunicaciones con sus consejeros son privilegiadas. Ningún informe o documento bajo custodia del Estado puede hacer pública esa información sin violentar la ley. La Carta reconoció que exponer datos sensibles es una forma de revictimización.
A la vez, la Ley 141-2019 de Transparencia definió con mayor precisión los contornos de lo que se considera información confidencial en Puerto Rico. Aunque consagra el acceso a documentos públicos, establece excepciones categóricas: cuando la información está protegida por ley especial, cuando se trata de comunicaciones privilegiadas, o cuando la divulgación pueda lesionar derechos fundamentales de terceros. Allí encajan perfectamente los casos de violencia doméstica, pues revelar una querella en curso, con nombres, direcciones y teléfonos, no es un ejercicio de transparencia, sino una violación a derechos constitucionales de intimidad y a garantías procesales.
El caso reciente de la querella anónima presentada ante la OPM contra la senadora Joanne Rodríguez Veve y el Sr. Carlos Mercader es un ejemplo de cómo la confidencialidad se puede pervertir. Un tercero, en uso de su derecho, puede alertar a la OPM sobre un posible cuadro de violencia doméstica. Pero ese derecho termina donde comienza el deber de la confidencialidad. Hacer pública la querella o conspirar para que se publique es contrario a la ley, erosiona la investigación, expone a las posibles víctimas y convierte un proceso de protección en un mecanismo de daño.
La única razón para filtrar una querella en curso es hacer daño: a la investigación, a la reputación de las partes y a la propia credibilidad de la Ley 54. Y pretender luego escudarse en el anonimato o en la libertad de prensa es un doble abuso: se usa la confidencialidad como escudo mientras se convierte la querella en un arma. Nadie aquí pide a la prensa que revele fuentes; lo que se exige es que la OPM investigue quién permitió que información privilegiada, con direcciones y teléfonos incluidos, se convirtiera en material público.
La confianza en la Ley 54, en VAWA, en la Carta de Derechos y en la Ley de Transparencia depende de que la confidencialidad se cumpla a cabalidad. Si se quiebra esa confianza, las víctimas callarán, los testigos se retraerán y el país habrá desnaturalizado un marco legal que se levantó para salvar vidas, no para arruinar reputaciones.