Opinión

Bases militares: el costo de la pertenencia

Lee aquí la columna del abogado estadista

Alejandro Figueroa + Columnista

El debate sobre si el gobierno de los Estados Unidos debe retomar la utilización de las bases militares en Puerto Rico está cargado de contradicciones que, más allá de las pasiones ideológicas, revelan una tensión de fondo: queremos todos los beneficios de ser parte de la federación, pero resistimos asumir algunas de las obligaciones inherentes a esa relación.

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Durante décadas, Puerto Rico fue un enclave estratégico para la defensa de Estados Unidos en el Caribe. Roosevelt Roads, en Ceiba; Sabana Seca, en Toa Baja; Ramey, en Aguadilla; y, claro está, Vieques, fueron piezas centrales en el andamiaje militar norteamericano. Con el cierre de estas instalaciones a partir de los años 90 y 2000, se consolidó un consenso local que celebró el “fin de la presencia militar” como triunfo político. Sin embargo, esa narrativa rara vez reconoce la otra cara de la moneda: el impacto económico, la creación de empleos y la estabilidad que representaban para las comunidades en las que operaban.

Hoy, el mundo es otro. Las tensiones en el Caribe y en América Latina, el auge de China en la región y la reconfiguración de alianzas internacionales plantean un escenario en el que Puerto Rico vuelve a tener valor estratégico. Ignorar esa realidad es ingenuo. Más aún, pretender que todos los programas federales —desde salud hasta infraestructura— se nos apliquen en igualdad de condiciones, mientras rechazamos participar de la defensa común, raya en lo insostenible. La ciudadanía norteamericana, con la cual nos identificamos cada vez que reclamamos más fondos federales, no es una membresía gratuita: conlleva deberes.

La contradicción se acentúa en el terreno económico. En estos meses, se discute cómo Puerto Rico puede insertarse en la estrategia de reshoring impulsada por la administración Trump, que busca traer de vuelta, al territorio estadounidense, plantas manufactureras, sobre todo farmacéuticas y biotecnológicas. Queremos que se reconozca nuestro potencial como eje industrial, pero simultáneamente rechazamos la idea de que nuestras tierras vuelvan a alojar operaciones militares. Pedimos que nos traten como parte integral de Estados Unidos cuando se trata de inversión económica, pero nos distanciamos cuando se trata de asumir la corresponsabilidad en defensa y seguridad nacional. Ese doble discurso debilita nuestra posición ante Washington, D.C.

Lo cierto es que, más allá de los discursos nacionalistas o antiimperialistas, los residentes en los municipios que históricamente albergaron bases militares conocen, mejor que nadie, el efecto económico de esa presencia. Aguadilla floreció alrededor de Ramey; Ceiba vivió un antes y un después con Roosevelt Roads; Toa Baja contó con la actividad de Sabana Seca. Sí, hubo tensiones, pero también hubo empleo, inversión y una noción de orden y seguridad que se ha ido diluyendo tras el cierre de esas instalaciones.

Puerto Rico no puede seguir exigiendo una relación asimétrica: más beneficios, menos responsabilidades. Si aspiramos a ser tratados como socios serios en la federación, debemos aceptar que la defensa nacional es parte de esa ecuación. La reapertura de bases militares no debe verse como una imposición, sino como un reconocimiento de nuestra posición estratégica y, sobre todo, como una oportunidad para insertar, a la isla, en el debate global sobre seguridad, economía y futuro.

En fin, el costo de pertenecer no puede ser opcional.

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