Opinión

¿El problema son los valores?

Lea la columna del Dr. Francisco J Concepción de la Mesa de Diálogo Martin Luther King

Francisco J. Concepción
Francisco J. Concepción

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Cada vez que nos enfrentamos con la realidad de la violencia en nuestra sociedad, hay sectores que esgrimen el argumento de los valores para resolver de manera fácil un problema que es mucho más complejo que eso. Decir que la violencia doméstica es un problema de valores o que el asesinato de la niña en Aibonito es un problema de valores es reducir estos actos a una cuestión de responsabilidad individual. Pretender que la gente comete actos de esta naturaleza solo porque no tiene valores es simplificar en exceso la complejidad del problema con el que nos estamos enfrentando. Por otro lado, afirmar que se trata de un asunto de valores le quita la responsabilidad al colectivo de un problema que, a pesar de tener una dimensión individual, posee un carácter sistémico.

Cuando hablamos de la violencia, nos referimos a una conducta que se ha normalizado en una sociedad construida sobre visiones patriarcales y capitalistas. Si decimos que una persona comete un acto violento porque en su casa no le enseñaron valores, estaríamos sosteniendo que esa responsabilidad no es colectiva y que no tenemos un problema social real, sino un problema psicológico o personal que debe resolverse de otra manera. Eso implicaría que no hay que hacer ningún cambio en la forma en que está estructurada nuestra sociedad, ni tomar medidas para atender el problema de la violencia. De hecho, reducir el asunto de la violencia a un problema de valores sería negar que existe un problema real con la violencia. El discurso de que este es un asunto de valores es el que utiliza la derecha para adelantar su agenda sobre la familia, los roles tradicionales de los géneros y todos los demás proyectos ideológicos de ese sector.

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Reducir la violencia a un asunto de valores individuales exime al colectivo de la responsabilidad de esos actos. Sin embargo, podríamos entender que el problema reside en la normalización de la violencia. La violencia se normaliza a través de múltiples mensajes sociales que nos enseñan que ganar, derrotar, vencer o destruir al otro es el objetivo de nuestro comportamiento colectivo. Es una sociedad que se monta sobre la competencia. Esa competencia se normaliza desde la escuela, donde enseñamos a los niños que deben obtener mejores notas que los demás para ganar un premio, o en el ámbito de los deportes, que a menudo se presentan como una alternativa a los problemas sociales, pero que también forman parte de la mentalidad colectiva que alimenta muchos de estos problemas. Miroslav Volf, teólogo de la Universidad de Yale ha publicado un libro titulado “The Cost of Ambition”, donde afirma que querer ser mejor que los demás se ha convertido en un principio fundamental, no sólo de nuestro sistema de valores, sino de nuestra identidad y deseos.

La competencia, entendida como un objetivo que solo se alcanza a través de la derrota de quien es diferente a mí, implica una visión de sociedad donde no somos solidarios, sino enemigos. En la política, esta visión se ha normalizado tanto que tenemos líderes —o supuestos líderes— que se destacan por sus ataques constantes e incesantes contra aquellos que han designado como sus enemigos. La teórica política Chantal Mouffe sostiene que en una relación política democrática el competidor “no es considerado como un enemigo a ser destruido, sino como un adversario cuya existencia es percibida como legítima”. Pero en una sociedad que ha normalizado la violencia el adversario es visto como enemigo y la victoria no se logra si no es destruyendo al otro, entonces la política se reduce a una competencia de poder que se concretiza únicamente cuando el adversario es convertido en ilegítimo y, por lo tanto, debe ser destruido.

Esa normalización de la violencia se da también en otros espacios: el social, el económico, el cultural e incluso el familiar. No es un problema de valores en el sentido tradicional, porque lo que hace es reflejar los principios de una sociedad capitalista y patriarcal que propone la construcción del “yo” como un proyecto de distinción frente al otro. En nuestra sociedad no se fomenta el trabajo colectivo; se castiga el trabajo comunitario y se exalta el triunfo personal sobre el de la comunidad. Por eso no es extraño encontrar personalidades que han patologizado la competencia. En este contexto, competir deja de ser una forma de involucrarse con los demás y se convierte en una patología que propicia comportamientos antisociales, como el asesinato del enemigo.

Otro ejemplo desafortunado es el uso del verbo “barrer” para referirse al triunfo político sobre el adversario. La violencia que hemos normalizado se refleja claramente en esa palabra: barrer al otro, eliminarlo, sacarlo del medio, destruirlo. “Barrer” entendido como un término político materializa la normalización de la violencia. Barrer es un término común en el caso del genocidio en Gaza donde se legitima la violencia colectiva y masiva con el uso de palabras que permiten y legitiman la violencia extrema. El asesinato de la niña en Aibonito, del turista en La Perla o de tantas mujeres dentro de nuestras familias no es un problema de valores, sino de una estructura social que ha convertido en norma el uso de la fuerza y la derrota del adversario como objetivo legítimo de comportamiento.

La violencia no es un problema de valores: es la concreción de los valores de esta sociedad. Para cambiar el problema de la violencia no nos queda otra alternativa que plantearnos seriamente la necesidad de reconsiderar y reestructurar toda la organización social actual. Si la violencia ha sido normalizada, es tiempo de normalizar la colaboración y la paz.

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