Puerto Rico vive hoy una realidad que alguna vez creímos lejana: redadas migratorias, arrestos en plena jornada laboral y comunidades enteras paralizadas por el miedo. Lo que ocurre en San Juan, Santurce o Barrio Obrero no es un hecho aislado; forma parte de un patrón nacional de criminalización del migrante latino.
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Las cifras recientes lo confirman. El 8 de mayo, 53 trabajadores dominicanos fueron arrestados mientras laboraban en el hotel La Concha. El 17 de mayo, seis migrantes fueron detenidos en una panadería. El 25 de mayo, 31 personas más fueron arrestadas en una gallera clandestina. En cada caso, las personas fueron removidas sin aviso, sin recoger pertenencias ni despedirse de sus familias. Su único “delito”: haber llegado buscando una vida mejor, aunque sin los documentos requeridos.
Este patrón se repite fuera de Puerto Rico. En San Antonio, niños migrantes fueron esposados tras audiencias desestimadas. En Nueva York, un joven fue arrestado al salir de una vista migratoria. En Hawaii y Martha’s Vineyard, redadas en comunidades agrícolas han sembrado miedo entre trabajadores esenciales.
Y esto no afecta solo a quienes no tienen estatus legal. También impacta a los puertorriqueños. Aunque somos ciudadanos estadounidenses, muchos hemos sido interrogados o discriminados solo por hablar español o lucir “diferente”. Lo he vivido como exresidente en California y durante visitas profesionales a Nueva York, Virginia, Texas, Luisiana y Arizona. Esa mirada que interroga, ese protocolo disfrazado de prejuicio, esa tensión al hablar nuestro idioma.
En Montana, una mujer puertorriqueña fue detenida por expresarse en español. El mensaje es claro: el idioma y la apariencia pesan más que la ciudadanía.
Peor aún, el gobierno de Puerto Rico ha sido cómplice. Aunque prometió proteger a los inmigrantes, se ha confirmado que el DTOP proveyó al gobierno federal listas de personas no regularizadas. Gente que solo buscó una identificación ahora es perseguida por ese mismo intento de legalidad.
Y que quede claro: sí, quienes llegan deben asumir su responsabilidad y buscar la forma de regularizar su estatus. Muchos quizás se confiaron o no contaban con los recursos para hacerlo. Pero una cosa es la ley, y otra es la dignidad. No se persigue con crueldad a quien ya vive en las sombras. No se le arrebata el respeto a quien ha contribuido honestamente al país, aun sin tener papeles.
El aparato estatal debería enfocarse en la corrupción, el narcotráfico, la trata humana y el crimen financiero. En lugar de eso, moviliza recursos para detener a quienes limpian nuestras calles, cuidan a nuestros mayores y levantan nuestras casas. El castigo se concentra en los más vulnerables, no en los verdaderos responsables del deterioro social.
La política actual no solo reprime; también se burla. Las imágenes del expresidente Trump saludando desde el lado estadounidense del río a migrantes al otro lado no fueron un acto de humanidad, sino una escena de burla televisada. Y ese desprecio se está normalizando.
Hoy se persigue al que no tiene papeles; mañana al que luce diferente, disiente o simplemente incomoda. Lo que hoy se justifica con “seguridad” puede volverse excusa para criminalizar la protesta, la pobreza o la diferencia.
Y a los puertorriqueños les digo: no nos engañemos. Aunque tengamos pasaporte azul y seamos azules por convicción, seguimos siendo vistos como “los otros”. Puerto Rico, tantas veces marginado por el poder federal, sabe lo que es ser descartado. Groenlandia —remota, congelada, casi deshabitada— ha demostrado tener más valor estratégico para algunos que esta isla vibrante, cultural y viva. La geografía no da dignidad, pero la política sí puede quitarla.
Esta columna no busca compasión, sino conciencia. No se trata de partidos ni banderas. Se trata de personas, de familias, de vidas.