Eso de ser papa

Lea la columna del periodista Julio Rivera-Saniel

Metro Puerto Rico
Julio Rivera Saniel Metro Puerto Rico

No sé a usted, pero a mí me intriga y fascina todo el proceso que rodea la selección de un nuevo papa. Con toda seguridad, porque me crié católico y mi educación hasta la escuela intermedia se dio en el contexto de un colegio católico.

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Aún recuerdo cuando, en 1984, con casi ocho años, mi grupo de segundo grado esperaba con entusiasmo la llegada de Juan Pablo II. Como antesala, se nos pidió estudiar la vida de aquel hombre de semblante amable a quien —nos contaban— alguien había intentado asesinar años antes. Descubrí que se llamaba Karol Wojtyła y que era polaco. Hicimos proyectos y nos sumergimos en aquella mezcla de júbilo y solemnidad que rodeaba su llegada.

Era, desde luego, una visión muy limitada de lo que era ser un Papa. Sin embargo, dejaba claro a mi yo de 7 años que se trataba de una figura de alcance mundial y enorme influencia. Una de esas voces que hablan y todos escuchan.

Mi yo adulto recibiría información que ampliaría el contexto de aquel hombre, la figura del Papa y de la Iglesia que dirige, con sus luces y sombras. Pero si algo queda intacto es mi percepción del enorme poder que ostenta quien recibe ese título: Jefe de la Iglesia y, con ello, hombre de Estado.

Por eso, la llegada de León XIV me animó a estudiarlo. Un ejercicio que nos muestra a ese hombre en la plenitud de la imperfección humana. Pero una figura con una historia fascinante que le coloca con el potencial de retomar un discurso unificador en momentos de amplia polarización.

Porque estamos en tiempos turbulentos. De esos en los que parece complicado encontrar terreno común. Robert Francis Prevost es, en sí mismo, un enorme potaje multicultural y ello podría ser un gran activo en medio de las actuales circunstancias.

Es estadounidense. Y eso ya hace su selección una historia. Comparte ubicación geográfica con el presidente de la nación más poderosa del globo y, en gran medida, una de las figuras responsables del clima polarizante que impera en la política internacional.

Es hijo de inmigrantes. Y ello es, en sí mismo, un contradiscurso. Su ADN se construye de raíces españolas e italianas; incluso negras, según han revelado los más recientes partes de prensa publicados por los diarios El País o The New York Times, que colocan a sus bisabuelos como migrantes mulatos que partieron de La Española hacia Nueva Orleans para echar raíces.

Tiene nacionalidad peruana luego de haber vivido 40 años en el país suramericano. Estadounidense, pero sus primeras palabras como Sumo Pontífice no fueron en inglés, sino en italiano y español.

Un hombre que habla cinco idiomas y lee otros dos. El perfil de un hombre cuya multiculturalidad debería colocarlo no como espectador pasivo, sino como voz activa en medio del árido clima de la política internacional.

En sus primeras comparecencias públicas ha condenado la posibilidad de una guerra y ha lanzado un recordatorio al mundo que se hace de la vista larga ante la muerte de civiles en Gaza, para que pongan en práctica un cristianismo de verbo y no solo de palabra.

Es evidente que no es responsabilidad de una sola figura atender los asuntos que ocupan la agenda global. Sin embargo, es refrescante y esperanzador ver la llegada a la discusión pública de figuras con perspectiva global, entendimiento de el otro, comprensión profunda de las desigualdades sociales y la situación del llamado Sur Global, pero con un pie en el Norte.

Una voz que no ha tenido miedo de denunciar lo absurdo de la guerra —de esos escenarios en los que es imposible encontrar ganancia— y señalar la necesidad de mirar con seriedad y empatía el fenómeno migratorio que reta las fronteras en todo el globo y coloca enormes retos sobre los hombros de los gobiernos del mundo.

Sí que es esperanzador. Imposible concluir que la voz de un solo hombre cargue tamaño peso. Pero que preste su hombro para soportar la carga añade esperanza en momentos en que ese valor no siempre nos sobra.

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